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lunes, 3 de marzo de 2014

La trampa de la dispersión

Hoy no hemos podido menos que reproducir un artículo o más bien un relato que hemos leído en En bici por Madrid, ese blog de referencia, escrito por Villarramblas, su colaborador más sesuso y más brillante. Nos ha encantado el enfoque, el estilo narrativo y el análisis que hace del síndrome que muchas personas protagonizan diariamente después de haber aceptado la apuesta de irse a vivir lejos y perder todos los días un tiempo decisivo en los viajes cotidianos. Ahí va.

Los Hombres de Gris no le pagarán el tiempo perdido 

¿Se acuerdan de Momo, aquella novela de Michael Ende en el que unos hombres vestidos de gris y bombín y que fumaban puros nos proponían ahorrar nuestro tiempo a cambio de un futuro bienestar material que nunca llegaba? Para un niño, un entretenido cuento. Para un adolescente, una fantástica novela. Para un adulto, un relato de terror que describe su día a día.

¿Alguna vez han intentado comprarle su tiempo? La última vez que uno de esos Hombres de Gris se me apareció me ofreció el siguiente trato: Una mejor vivienda en periferia, más barata que el apartamento céntrico en el que vivo, y donde además mi familia podría tener mejor calidad de vida. El precio: tardar más en llegar al trabajo. Pero ¿acaso no merece la pena ese pequeño precio? La respuesta es no.

La Paradoja del Commuter

Es lo que se conoce como la Paradoja del “Commuter”, esa palabra inglesa que define a quien viaja a diario entre su casa y su trabajo, a veces desde poblaciones separadas. Según la teoría económica, quien tiene libertad para aceptar el trato de los Hombres de Gris lo hará a cambio de algo que le compense, ya sea mejor sueldo, un piso más barato, o más grande, o cualquier otra ventaja. Si el trato no le convence, no se llevará a cabo. Quizás sólo algunos negocien tratos justos, posiblemente otros se dejarán engañar y otros sacarán mucha ventaja... pero en global será un acuerdo equilibrado.

texto alternativo
La sorpresa que trae de cabeza a los economistas es que todo el mundo que aceptó este cambio declaró después estar insatisfecho, todos sentían que les habían timado.

¿Quién les timó, pues? Ellos, se timaron a sí mismos al aceptar libremente algo que luego resultó que no querían.


Detectives del tiempo perdido en el país de los relojes

 

A no muchos kilómetros de donde Michael Ende escribió su novela, dos investigadores llamados Alois Stutzer y Bruno Frey decidieron averiguar con qué artimañas los Hombres de Gris lograban quedarse con el tiempo de los humanos a un precio inferior a lo que éstos consideraban justo. Así, con el apoyo de la universidad de Zurich siguieron la pista de todas las respuestas que los lectores ya habrán pensado para explicar este misterio:

“Quizá al que hace el trayecto a diario no le compensa” pensaron los señores Stutzer y Frei, “pero a su familia sí”. Parece razonable sacrificarse uno para que tus seres queridos vivan mejor. Esas horas perdidas pueden suponer una casa más grande, con jardines para que los niños jueguen o para tener más sueldo a fin de mes. Sin embargo, las familias encuestadas también se mostraron más infelices si uno de sus miembros empleaba mucho tiempo en transporte: menos tiempo juntos y peor humor que no se arreglaban ni con más zonas verdes, ni con más juguetes.

Ilustración de Michel Ende para 'Momo'“Se tratará tal vez de la gente que no tiene más remedio que aceptar el trabajo que le den”, razonaron los dos. “A fin de cuentas, no todo el mundo se puede permitir el lujo de elegir un trabajo cerca”. Para comprobarlo, preguntaron a aquellos que no tenían ninguna presión para aceptar un mal trato, al tener una posición desahogada. Para su desconcierto, el resultado fue el mismo, también ellos se sintieron estafados cuando se cambiaron a un trabajo demasiado distante.

“Hay gente que tiene situaciones personales difíciles en un momento de su vida que les obligan a tomar una mala decisión: un divorcio que te fuerza a buscar una casa donde sea, el paro que se agota”, así que preguntaron a gente con trabajos y parejas estables o sin pareja que hubieran aceptado el trato de alargar su viaje diario. De nuevo la misma respuesta: sentían que habían negociado mal, aunque nada les había presionado para aceptar el trato.

“Es posible que sea la hipoteca, que te ata a una casa y te dificulta mucho mudarte para estar cerca de un buen trabajo” dijeron ambos. Así que entrevistaron a gente que vivía de alquiler, que podían cambiarse de casa fácilmente para recuperar el tiempo perdido. Pero también ellos aceptaron trabajos alejados que no les llegaban a compensar las horas de transporte, e inexplicablemente no hicieron esfuerzo alguno por mudarse para aumentar su bienestar. Prefirieron ser infelices y seguir entregando su tiempo.

Por desgracia, ahí terminó la investigación. Stuzter y Frey se declararon incapaces de resolver la "Paradoja del Commuter", y por lo tanto no pudieron averiguar cómo ayudarnos a defendernos del engaño que nos quita el tiempo. Aquí podría terminar este pequeño cuento. Stuzter y Frey no sabían el final, pero nosotros sí, y se lo vamos a contar.

Un final: Los que dijeron "basta" cuando llegaron al límite


¿Nunca se han preguntado por qué las películas duran lo que duran, algo más de hora y media, pero menos de dos horas?  Por encima de ese tiempo, algo en nosotros dice “basta”. La naturaleza del ser humano no aguanta ser espectador pasivo más tiempo, no cuando la película es la misma autopista o el mismo tren día tras día.

Ilustración de Michel Ende para 'Momo'Seguramente conozcan a gente que realice esos trayectos a diario, 100 minutos de ida y otros tantos de vuelta. Más de 3 horas al día. Puede que sea usted uno de ellos. Si es el caso, pertenece a los tristes privilegiados en darse cuenta de que aquello ya no compensa, porque ya no le queda más tiempo que entregar.

Algunos se mudarán, otros buscarán un trabajo más cercano… los hay que se separarán de sus parejas para ello (o todo a la vez). Serán cambios traumáticos, pero se habrán curado para siempre de la tentación de vender su tiempo. Es quizá un amargo final. Sólo aprenderemos a no entregar nuestro tiempo cuando ya no nos quede tiempo que entregar.

Si no ha llegado a ese punto, sólo nos queda confiar en que haya leído este relato: si alguien le ha tentado con una oferta que mejorará su calidad de vida a cambio de unos cuantos minutos de su vida, piénseselo dos veces como hice yo. Recuerde que cuando juega con los Hombres de Gris, la banca siempre gana. No es un consejo de escritor de cuentos, sino de economistas.

Un final alternativo: Los que ganaron la partida a los Hombres de Gris


Hay otro final para este cuento. Si ha llegado hasta aquí, considérese afortunado por leerlo. No hace falta llegar al límite para recuperar su vida.

Precisamente, dice Eduard Punset que si uno controla su vida consigue la felicidad. Quizá Stutzer y Frei no se dieron cuenta de que la frustración del commuter reside precisamente en esa falta de control del viaje, y por eso no realizaron una última pregunta. Aquella que les hubiera dado la clave.

Por suerte para todos nosotros, un chico al otro lado del océano llamado Oliver Smith sí lo hizo en su ciudad: Portland, Oregon. Y descubrió el mejor final posible para este cuento: que los que iban andando o en bici eran los que más disfrutaban de su trayecto porque eran dueños de sus vidas mientras hacían el viaje, hasta el punto de que para ellos eso no era un tiempo perdido día tras día, sino una experiencia a la que no querían renunciar, pues en muchos casos era lo mejor del día.

La bici sí le devolverá el tiempo perdido, merece la pena pensárselo
Lo más mágico de esta historia es que con algo tan sencillo como caminar o usar una bici habían dejado de ser aburridos espectadores para convertirse en viajeros protagonistas de una aventura a la que jugaban todos los días, y todos los días descubrían algo nuevo de su ciudad que les hacía que ese trayecto mereciera la pena. Y ya no consideraban que "tardaban" una hora en llegar al trabajo, sino que "disfrutaban" durante una hora antes de entrar a trabajar, llegando incluso a dar rodeos por sitios nuevos para que el trayecto fuera un poquito más largo. Qué sutil cambio y de qué manera había transformado a esas personas afortunadas.

¿No me creen? Fíjense en esos pocos compañeros de trabajo que vienen en bici y pregúntense porqué vienen tan felices siendo lunes.

Quizá viva usted demasiado lejos. No importa, no renuncie a caminar o a usar su bicicleta, aunque sea sólo en parte de su recorrido, muchos hemos empezado así, en trayectos cortos. No piense que va a tardar más: es tiempo de vida que va a recuperar.

Es mejor este final ¿no?

“Les cuento todo esto como si ya les hubiera ocurrido. También hubiera podido contarlo como si les fuera a ocurrir en el futuro. Para mí, no hay demasiada diferencia.”

Momo (Michael Ende)

Reproducción liteal e íntegra del artículo escrito por Villarramblas en el blog En bici por Madrid

jueves, 22 de diciembre de 2011

A vueltas con el aparcamiento

Hablábamos ayer de algunas medidas para reducir la peligrosidad en nuestras calles provocada por la conjunción de la preeminencia de la circulación motorizada y la percepción de seguridad que confieren algunas facilidades que se habilitan para los "no motorizados", que acaban convirtiéndose en trampas mortales cuando son interceptados in fraganti con consecuencias por desgracia muchas veces fatales.

Hoy el tema no es tanto profundizar sobre la mejora de la seguridad vial como tratar de entender por qué se utiliza el coche de manera compulsiva en nuestras ciudades y cómo ha afectado esto a la disponibilidad de espacio público en nuestras ciudades.

Hace muchos, muchos años... o quizá no tantos, la calle era de dominio público, no se podía disponer de ella para nada que no fuera transitar o para estar. No se podía abandonar ninguna propiedad en la calle. Pasó después que nos dejamos abducir por el automovilismo y hubo que cambiar la ley para permitir al todopoderoso coche llegar y estacionar donde quisiera. A eso lo llamamos aparcar. Y ahí empezó nuestra condena.


Cuando el automovilismo se masificó nos obligó a ceder el espacio público para sus necesidades y demandas: carriles exclusivos de circulación rápida y plazas de aparcamiento por todas partes. Y lo que hasta entonces era algo excepcional, se normalizó y lo raro, aunque difícil, se hizo posible. Y desplazarse en pesadas cajas metálicas blindadas con ruedas de puerta a puerta, algo absolutamene descabellado, se facilitó y se promovió de tal manera, que hoy en día nos parece natural.

Tanto es así que, cuando se nos acabó la superficie disponible, después de haber arrinconado a otras formas de desplazamiento urbano, empezamos a excavar las ciudades en busca de más sitios donde dejar nuestros coches. ¿Una locura? Sin duda. Pero cuando los locos son mayoría, los cuerdos no cuentan y, de hecho, no son bienvenidos. Y así fuimos horadando toda la ciudad y llenando de coches el subsuelo urbano. Casi nada.

Foto de aquí
Pero el problema persistió y aún se nos ocurrió dar otra vuelta de tuerca, y lejos de desincentivar a la gente a que siguieran utilizando el coche, que era lo que nos daba tantos problemas, nos armamos con sistemas inteligentes de información en tiempo real de la disponibilidad de plazas de aparcamiento y señalizamos las calles con paneles luminosos que así lo anunciaban. El efecto llamada.

Eso y una fórmula magistral que, además de prometer disponibilidad de espacios en superficie, se convierte en fuente de ingresos además de crear puestos de trabajo: la zona de estacionamiento restringido (ZER). Magistral.

Y sin embargo, sigue sin funcionar. Los parkings no se completan, las ZER se llenan de vecinos y no ofrecen aparcamiento de rotación, además de generar tráfico inducido. Y donde debería de haberse conseguido descongestionar la circulación, se colapsa más. Y los viajes que se tenían que haber acortado, se eternizan. Y la contaminación aumenta, y la disposición de espacio público para los coches se incrementa, y el ruido y las incomodidades para peatones, ciclistas, vecinos, comerciantes y visitantes se hacen insoportables.

Aún así, y viendo cómo la cosa se empezaba a torcer, pusimos a devanarse los sesos a nuestros mejores lumbreras, que acabaron dando a luz una invención que de alguna manera suponía una renuncia, aunque realmente era sólo una formulación: el aparcamiento disuasorio. La cosa consitía en habilitar bolsas de aparcamiento alejadas de las zonas congestionadas y proporcionarles conexión vía transporte público. Nada, la gente siguió intentando el puerta a puerta en coche y sufriendo en silencio haciendo ruido, contaminando y ocupando el valioso espacio.


Y es que somos tan, tan obstinados y tan, tan contradictorios, que cuando se plantea la posibilidad de tratar de mejorar la situación para recuperar la ciudad para que sea más habitable, resulta que volvemos a contar con la oposición de los mismos que están sufriendo las penurias. Y así vecinos, comerciantes y, por supuesto, visitantes automovilistas se niegan rotundamente a cualquier proceso que trate de reducir el espacio coche para hacerlo espacio vivo.

Esta renuncia a la calle para ponerla al servicio del todopoderoso coche es lo que genera los mayores problemas, los mayores conflictos y los mayores peligros en la configuración de las calles. Hoy he tenido noticia del Informe del estado de la movilidad de la ciudad de Madrid, de 2010, que arroja datos en este sentido y una tendencia preocupante provocada por la crisis: cada vez hay más coches en la calle y menos en garajes. Igualmente preocupante es la noticia que llega desde Barcelona, según la cual la nueva política de movilidad para esta legislatura rebaja la presión sobre el coche y encarece el transporte público. Somos realmente geniales.

viernes, 25 de marzo de 2011

¿Es el coche el enemigo de la bicicleta?

Esta es una cuestión que, pareciendo obvia, no lo es en absoluto. Vivimos unos tiempos críticos, tanto por convulsos como por decisivos. En medio de una situación en la que empieza a ser acuciante resolver los problemas causados por la excesiva dependencia energética y el incremento exponencial de la movilidad, las ciudades, principales centros de asentamiento humano, empiezan a mostrar síntomas de insostenibilidad graves.

Esto ha generado una cierta conciencia respecto a que algo hay que hacer para aliviar el ahogamiento urbano y dar a los espacios urbanos una mayor expectativa de vida. El problema es que, como ocurre siempre, cualquier cambio es traumático y presenta una resistencia de aquellos a los que se les resta privilegios y un cierto enfrentamiento de éstos contra los nuevos privilegiados.

En lo que nos ocupa, la bicicleta se ha presentado como una herramienta que puede jugar un papel interesante en la reconfiguración de la movilidad urbana. Muchas iniciativas han ido dirigidas a incrementar su uso. Muchas tan sólo a mejorar su presencia. El caso es que, muchas veces, casi siempre, el esfuerzo se limita a conseguir un mayor número de ciclistas. 1.000.000. Y se evitan análisis más profundos respecto a de qué manera se mejora nuestro entorno urbano con ello.

Esto no sería en sí grave si realmente sólo se sumara, pero el problema es que también se resta. Porque una cosa que hemos olvidado en este esfuerzo denodado en incrementar la presencia de "biciclistas" es que es un asunto de personas que se desplazan y no de vehículos en sí. Hemos cosificado el asunto, tanto, que ya nos alegramos tan sólo con ver una batería de bicicletas públicas disponibles o unas cuantas señales ciclistas o aparcabicis más o menos dispersos por nuestras ciudades.

Pero el verdadero asunto es un asunto de personas, de movimiento de personas. Personas que viven en unos sitios, que trabajan, que estudian, que compran, que hacen actividades, que se divierten y que para todo ello tienen que desplazarse. Más o menos.

Y es en ese "más", en el incremento de la necesidad de moverse y en el incremento de las distancias recorridas, por el incremento de la deslocalización y de la especialización de las áreas de actividad donde está el problema. Y ese es difícil de resolver.

Históricamente, los que no se han quedado en el mero "más bicicletas" sólo han sido capaces de llegar a "una bici más un coche menos" y entonces han focalizado el problema en el coche como indeseado. Lo que no hemos acabado de interiorizar es que en todos los casos hablamos de personas y de las circunstancias que las rodean.

Cuando proponemos eliminar coches no nos damos cuenta, muchas veces, que estamos perjudicando decisivamente a los mismos a los que, por otros canales, les hemos convencido que las mejores inversiones para mejorar la calidad de vida era hacer urbanizaciones cada vez más dispersas y más distantes y conectarlas con los distintos grandes centros de interés mediante grandes autopistas de gran capacidad y dedicar grandes espacios para aparcar, que garantizaban desplazamientos rápidos y efectivos. Lo que nadie sospechaba, o sí, es que eso sólo se podía afrontar con coches.

Ahora que queremos cambiar esta dinámica, simplificamos el tema reduciéndolo a condenar a aquellos que utilizan el coche como causantes del desastre urbano, y no nos damos cuenta que el problema es más bien un problema de modelo urbanístico de asentamiento y de ordenación de los usos del territorio. El problema de la hipermovilidad no sólo es un problema de uso compulsivo del coche. No. Es más bien un problema del estilo de vida en el que hemos querido invertir. Ese estilo de vida que ha desarticulado las ciudades, los pueblos y los barrios. Ese estilo de vida que ha hecho deseable lo lejano y ha ido relativizando las distancias. Ese estilo de vida que ha ayudado a deslocalizar las actividades laborales, educativas y de ocio y ha creado atractivos centros distantes especializados.

Así pues, el coche nunca puede ser el enemigo, ni siquiera lo es el conductor, que muchas veces, la mayoría, es víctima de sus circunstancias, que responden a unos intereses que no ha creado él. Dicho esto, no podemos criminalizar el uso del coche si no cuestionamos antes el modelo urbano que hemos consentido en desarrollar y no empezamos a poner las medidas para proponer otro tipo de ciudad, otro tipo de vida. Y esto no se hace en 4 años, y me temo que tampoco en 14.