Aún me acuerdo en una visita a Donostia-San Sebastián, hace ya unos cuantos años, tuve la oportunidad de coincidir con Alfonso Sanz, uno de los grandes precursores de la movilidad ciclista en este país ingrato, y, a la vista de los múltiples despropósitos que se habían fraguado en aquella ciudad bajo la única denominación de "bidegorris" (carriles bici), le expresaba mi más sincera preocupación respecto a la eficacia de los mismos y, más que eso, al problema entonces aún incipiente de implementar este tipo de infraestructuras complicadas y metidas con calzador en espacios la mayoría de las veces de carácter peatonal con las consiguientes molestias y conflictos que generaban y la inevitable desnaturalización de la circulación ciclista.
Su contestación no fue otra que:
- Ahora sí que tenemos un problema: ¿cómo devolvemos los ciclistas a la calzada?
Han pasado años, unos cuantos ya, demasiados, y el problema no ha hecho más que generalizarse y acentuarse. Y hoy es el día en que, con una mínima incorporación de personas al uso de la bici de acuerdo con esas pautas y este modelo,
la cosa se ha hecho ingobernable.
Hemos presenciado en estas últimas semanas algunas
tentativas de atajar el asunto "cicleatonal" por la pura fuerza, a golpe de multa, para regocijo de medios de comunicación, y también hemos visto tímidos intentos de plantear
alternativas más razonables fundamentadas en la educación y el fomento de la convivencia, pero el tema tiene ya unas proporciones que resultan difíciles de manejar a golpe de fusta o de catecismo.
¿Qué se puede hacer cuando las cosas se han distorsionado tanto?
Lo primero y más importante es tratar de recordar lo que hemos hecho un esfuerzo increíble por olvidar en nuestra euforia pro-bicista, que no es otra cosa que que
queremos ciudades más tranquilas, más limpias, más seguras y más habitables. Ese era uno de los grandes argumentos que aportaba la bicicleta antes del "boom" de los bicicarriles y de las bicis públicas. Lo que pasa es que habían sido tantos años de misionerismo baldíos, tantos años de predicar en el desierto que cuando hemos visto la santa bici reproducida tantas veces y en tantos sitios que no hemos podido contener nuestro entusiasmo y la cosa se ha desmandado.
Lo segundo y no menos grave es
reconocer la prioridad del respeto hacia el peatón como protagonista intocable en este proceso, más en estas latitudes donde el estilo de vida y la configuración de las ciudades han posibilitado que siga siendo, incluso en medio de la irrefrenable motorización, líder en el reparto modal de nuestras ciudades. El peatón, los espacios peatonales, son
el gran tesoro que hay que cuidar y agrandar en nuestras ciudades, muy por delante de la bicicleta y los ciclistas.
Una vez asumidas estas premisas y,
reconociendo la universalidad y la imperiosidad del transporte público, es fácil deducir que nuestras miradas tienen que volverse hacia los vehículos privados motorizados y, dado que el espacio es afortunadamente finito y escaso, tratar de recomponer la situación para mejorar la calidad del mismo, estableciendo criterios claros de priorización de sus usos y actuando a continuación sobre los mismos para conseguirlo.
No es nada más sencillo que
recuperar el espíritu de los Pactos Locales de Movilidad y Accesibilidad Sostenibles y Seguras (lo pongo con mayúsculas porque representaban unas auténticas cartas magnas que, además, contaban con la participación de la mayoría de agentes sociales de las poblaciones donde se consolidaron). Aquello que, hoy más que nunca, es papel mojado en la mayoría de las ciudades, era el verdadero fundamento de las nuevas ciudades, consensuado por muchos y elevado a escritura pública. Sin embargo, nadie, absolutamente nadie ha tenido el más mínimo empacho en ignorarlos cuando se les ha pintado la cosa favorable. Y las asociaciones de promoción de la bicicleta han cometido muchos atropellos flagrantes en este sentido.
Así pues, y para acabar, el mensaje no puede ser otro, nunca debió de ser otro, que
desincentivar el uso del coche, que recortar espacios de circulación y aparcamiento, que ralentizar la circulación, que condicionar extremadamente el uso compulsivo del coche para viajes ridículos, que penalizar los usos no justificados. Todo esto había que haberlo echo hace ya unos años y como requisito previo a empezar a plantear etapas sucesivas. Porque sólo cumpliéndolo podestaremos en condiciones de dar oportunidades reales a los demás modos de transporte.
Pero esto no se ha querido hacer y así de mal ha funcionado el invento. Y ahora queremos redimir a los peatones culpabilizando a los ciclistas que andan por las aceras. Y ahora queremos educar a los ciclistas en el civismo y en la convivencia. Y ahora queremos atemorizarlos y ponerlos entre la espada y la pared. Ahora no, señoras y señores, ahora no.
No, porque
esto hay que empezarlo por donde hay que empezarlo y es por los automovilistas. Es con ellos con los que hay que batallar. Es hacia ellos hacia los que hay que apuntar y hacia los que hay que dirigir toda nuestra determinación y todas nuestras medidas. Y hay que explicarlo claramente.
No sois bienvenidos en la ciudad señoras y señores automovilistas y, si vuestro viaje es imperioso, tendréis que demostrarlo y acreditarlo, si no también pagar por ello. Y cuando no se avengan a este nuevo orden, habrá que imponerles castigos ejemplares, sin que nos tiemble el pulso y con luz, taquígrafos, bombo y platillo.
Todavía estamos a tiempo. Nada es irreversible. Aunque los acontecimientos recientes no permitan ser demasiado optimistas, menos cuando
el sector duro de ConBici vuelve a la carga, reivindicando el modelo de red de vías segregadas sevillano, que tanto nos ha traído de cabeza desde que se perpetró.
No desfallezcamos,
la vía del entendemiento es mucho más efectiva y duradera que la de la segregación y la violencia.