Me lo comentaban algunas de las personas que más crédito tienen para mi en el análisis de la evolución de la movilidad urbana y su relación con el desarrollo de la movilidad ciclista.
Lo que en su día se vendió en algunas ciudades como apuestas revolucionarias en favor de la bicicleta y que supusieron una referencia no sólo a nivel estatal, sino también en un contexto europeo, han quedado en poco más que una anécdota, porque no se ha acabado de cuestionar el automovilismo dominante. Aunque se hagan declaraciones de intenciones fenomenales y actuaciones tan pretendidamente efectivas como la implantación de carísimos sistemas de bicicletas públicas o la habilitación de aún más carísimos kilómetros de carril bici, de ciclocarriles o de calles con calmado de tráfico.
No es que crea que la relación "impulso de la bicicleta - reducción del uso del coche" sea correlativa, como creen algunos, ni mucho menos. Pero este espacio, además de tratar de pretender hacer una humilde contribución para tratar de construir un nuevo modelo de ciudad orientado a las personas donde la movilidad sea considerada, más que un derecho incuestionable, un indicador de dependencia, busca tratar de comprender la situación de la bicicleta en este escenario y considerar cuáles pueden ser las claves para impulsar su uso.
Enseñar a depender y a prescindir del coche a la misma generación
En esas llevamos unos cuantos años y siempre tropezamos en el mismo escollo, ese que nos da miedo presentar porque supone cuestionar el mismo modelo frente a la generación a la que le pedimos que lo asumiera, y al que ahora pretendemos que tenga que renunciar, por convicción, a regañadientes o forzados por la necesidad de que nuestros entornos urbanos sean simplemente vivibles.
El famoso modelo de cole, casa, trabajo y ocio deslocalizados gracias a la ubicuidad que nos proporcionaba el coche. Ese que ahora vemos el precio inasumible que tiene y que queremos desmontar.
En esta difícil tarea de ir devolviendo a las ciudades una mejor calidad de vida, mucha gente ha errado en el diagnóstico y mucha más lo ha hecho en las medidas y actuaciones más acertadas para reducir la presencia y la incidencia del transporte privado motorizado (coches y motos) en el espacio urbano.
El coche es el problema, la bici no es la solución
Y de estos muchos, la mayoría se han equivocado en el papel que podía representar la bicicleta en este proceso. Y
han creído que bastaba con dar presencia a la bicicleta y hacerla concursar en el viario para conseguir el objetivo. Y así se lanzaron y se siguen lanzando a poner bicicletas en juego, bien sea gracias a exiguos carriles bici que siempre acaban en alguna ratonera, bien a través de habilitar ciclocalles mediante un poco convincente y poco vigilado modelo de convivencia e integración de la bicicleta en el tráfico que sólo no disuade a los más valientes, bien a través de ampulosos y desproporcionados sistemas de bicicletas públicas, ahora también con asistencia eléctrica, para regocijo de sus usuarios.
Pero se
han olvidado que una bici más no representa un coche menos en la mayoría de los casos, por más que ocupe el espacio y la prioridad que desproporcionadamente se le ha concedido a éste para circular y para aparcar. Y este mal es endémico. Porque la felicidad pro-bici no deja ver a mucha gente que ahora está al mando de la cosa pública que la verdadera tarea, la misión, no es convencer a la gente de que utilice la bici tanto como disuadir e imposibilitar que la gente utilice el automóvil a discreción y con todo tipo de facilidades.
Eso le ha pasado por ejemplo a Barcelona, ciudad emblemática por protagonizar una eclosión ciclista hace una década, pero que no ha conseguido frenar en absoluto el modelo automovilista y que es una de las ciudades que mejor ha sabido vender lo que no ha hecho nunca, vestida eso sí de gala con un sistema de bicicletas públicas y una tímida por no decir ridícula batería de medidas facilitadoras del uso de la bici.
Barcelona no ha conseguido atajar, ni siquiera reducir la presencia y la predominancia del automóvil en su sistema urbano, lo que ha devenido en el efecto contrario, es decir, en su consolidación e impulso. Pero tampoco lo han hecho Sevilla, Zaragoza o Valencia, con el mismo bombo y platillo.
Esperar más es condenarse a más largo plazo
Resulta lamentable diferir más la intervención sobre el que ahora mismo es el problema de salud más acuciante de nuestro modelo urbanístico presuntuoso e insostenible.
Las ciudades no son vivibles, no son respirables, no son amables, no son inclusivas, no son espacios sociables, no tienen futuro tal como las hemos concebido. Hay que deconstruirlas.
Y eso pasa, en términos de movilidad, por
deslegitimar el uso intensivo e improcedente del coche. Y para eso no basta con introducir bicicletas y parafernalia bici en el viario, ni basta con habilitar nuevas zonas peatonales a las que garantizamos la accesibilidad también en vehículo privado a motor. Hay que eliminar viajes motorizados. Y, por desgracia, el trasvase de usuarios en esta generación acomodaticia y posibilista, no se va a producir del automóvil a la bicicleta más que en una proporción mínima. El verdadero trasvase de usuarios va a optar en primera instancia por el transporte público y, quizás, y sólo quizás, una vez descubra sus deficiencias e incomodidades, darán el paso a la bicicleta.
Menos coches, más ciudad
Pero para eso
hay que desarticular la Ciudad de los Coches y no precisamente para montar la Ciudad de las Bicicletas, sino para dar paso a la Ciudad de las Personas. Y eso hay que empezar a hacerlo ya. Calmando el tráfico, estrangulándolo progresivamente, eliminando y encareciendo de manera imperceptible pero constante las oportunidades de aparcamiento, desmontando autopistas y atajos para coches, habilitando espacios públicos libres de circulación en el centro y en los barrios, potenciando el comercio y la vida de proximidad, relocalizando las actividades en el núcleo urbano, educando y haciendo conscientes a las generaciones que van a tomar la alternativa de las condiciones en las que les hemos dejado el ruedo y las herramientas y decisiones que tienen que tomar para poder lidiar en esa plaza sin ser embestidos por esas bestias que alimentaron sus antecesores, entre muchas otras cosas.
Y paralelamente ir armando un sistema de transporte público atractivo y eficiente y permeabilizando la ciudad a los tránsitos ciclistas, sobre todo en los puntos donde más difícil sea la convivencia por intensidad de tráfico, velocidad relativa, por existir barreras, grandes nudos viarios o pendientes pronunciadas.
En actuaciones que cumplan unos criterios de ejecución que garanticen la seguridad, la comprensibilidad y la replicabilidad de las mismas, huyendo de la cirugía posibilista y de la ingeniería de facultad, sea lo que sea lo que se proponga (calles de convivencia, ciclocalles, carriles bici, aparcabicis, aparcamientos bici o plataformas que permitan la inclusión de bicis),
Siempre sin perder la perspectiva de seguir desarmando progresivamente la lógica automovilística y protegiendo a nuestra verdadera masa crítica: la peatonal.
Es una ardua tarea y nos va a llevar unas cuantas legislaturas y probablemente un par de generaciones, pero no se puede diferir más. La ciudad, como está concebida actualmente, más que ser insostenible, nos está ahogando, nos está matando, fundamentalmente, por el modelo de transporte y de vida que hemos elegido, consentido o simplemente asumido. Empecemos a darle la vuelta.