Ayer mantuvimos un encuentro representantes de varias entidades relacionadas con la bicicleta de nuestro entorno inmediato para tratar de articular una estrategia común para defender y promocionar el uso de la bicicleta como medio de locomoción cotidiano. Buenas palabras, grandilocuencia, grandes deseos, vaguedades y buen ambiente general.
Todo perfecto hasta que tocó hablar del tema clave en el asunto de la movilidad ciclista tal como está configurada hoy en día en esta ciudad, como en tantas a este lado del Bidasoa:
los peatones.
La reunión cobró un interés inusitado ya que, mientras para algunos el tema resultaba marginal en un esquema que ya trataba de configurar el trabajo por departamentos como si se tratara de un Gobierno de la Bicicleta o quizá una Embajada de la Bici, para otros el asunto revestía una importancia trascendental porque debería ser la clave del éxito de la propuesta.
¿Por qué los defensores de la bici están enfrentados en sus relaciones con los peatones?
Dejarme que haga una tentativa de explicarlo. Entre la gente que trabaja en la defensa de la bicicleta hay dos visiones.
Por un lado están aquellos que defienden el uso de la bicicleta por encima de todas las cosas, como algo intrínsecamente bueno y, desde esta perspectiva reduccionista, tratan de justificar cualquier medida que favorezca a los usuarios de la bicicleta, independientemente de las consecuencias que dichas medidas conlleven para el resto de los ciudadanos. Para ellos más bicis es bueno y basta y los daños colaterales están comprendidos como parte de una estrategia que es más una cruzada para conseguir adeptos a cualquier precio. Así justifican la invasión de espacios peatonales, la construcción de cualquier cosa que se pueda recoger en el ambiguo contenedor de las facilidades para ciclistas, sean estas carriles bici, pintadas en las aceras, bicicletas públicas o simples aparcabicis.
Y luego hay otros que trabajan por que la bicicleta aporte su granito de arena en la construcción de ciudades más habitables, pero entendiendo, ante todo, que los peatones, que al final somos todos independientemente de los vehículos que utilicemos para nuestros desplazamientos, tienen que ser los verdaderos protagonistas y beneficiarios máximos de cualquier estrategia que trabaje en la gestión del espacio público como algo finito y limitado y donde el objetivo primordial debe ser conseguir que ese espacio público, más comúnmente conocido como calle, vaya ganando carácter relacional, social, de encuentro y de disfrute, en detrimento fundamentalmente de su utilización actual como espacio de circulación y aparcamiento.
Aquí es donde se produce la fractura entre los que maximizan la bicicleta como objetivo central de su misión y esos otros para los que la bicicleta es un medio para conseguir ciudades mejores para todos los ciudadanos. Este matiz es esencial para tratar de entender las actuaciones y las actitudes de unos y otros.
"Cicloevangelistas" contra "cicloprácticos"
Así los que llamaremos
los "cicloevangelistas" suelen trabajar sobre la doctrina del miedo, un miedo fundamentalista, un miedo contaminante, un miedo irremediable, principalmente porque trata de ser un miedo conservador. El miedo al coche, al tráfico motorizado como amenaza inequívoca de la integridad de la gente que trata de usar la bici. Un miedo que es incontestable e indiscutible. Un miedo que exige protección. Un miedo que exige separación. Un miedo que segrega, que aisla, que excluye. Vendiendo miedo los "cicloevangelistas" evitan a los coches bajo cualquier concepto y en cualquier condición. Para ellos el calmado del tráfico no es suficiente, la convivencia entre vehículos es imposible, indeseable y más que eso inviable.
Los otros,
los "cicloprácticos", lo único que defienden es que la bicicleta es una forma de desplazarse realmente útil en el medio urbano y que aporta beneficios tanto a los que la practican como al resto de la población siempre que esos usos eviten la utilización de otros medios más agresivos, más contaminantes y que consumen más espacio, o sea, los coches. Para ellos la defensa del uso de la bicicleta nunca puede comprometer el bienestar, la comodidad y la seguridad de los peatones. Nunca. Más bien al contrario, la bicicleta tiene que convertirse en una aliada para los caminantes, como un vehículo que haga que el tráfico sea más tranquilo, más amable, más humano, más cercano.
Esta diferencia es la que hace que,
partiendo de una premisa común (el uso de la bicicleta), se llegue a planteamientos irreconciliables cuando se habla de las relaciones de los ciclistas con el resto de usuarios de la calle. Porque donde unos sólo ven amenazas otros ven oportunidades, donde unos exigen comprensión al usurpar espacios peatonales otros exigen reconocimiento y respeto de sus derechos de circulación en la calzada. Claro que hay puntos de encuentro, los extremos. Sólo en condiciones de tráfico agresivo, cuando se habla de la infancia, en las cuestas, cuando hablamos de novatos, de personas mayores. Pero, mientras para unos esas condiciones son excepcionales y hay que trabajarlas como tales, para los otros esas son las condiciones que justifican actuaciones generalísticas en todo el ámbito urbano.
El problema es que el paso del tiempo desgasta a unos y fortalece a los otros. Porque unos viven en unas condiciones adversas y los otros simplemente habitan y se relacionan, intentando adaptarse a las condiciones, intentando entenderse e interactuar, sin que esto les haga renunciar a objetivos más ambiciosos e incluso utópicos. Y así
cuando se habla de defensa a ultranza de los peatones unos interpretan eso y los otros lo traducen como amenaza inequívoca para la práctica ciclista.
Aquí vamos a tratar de reconciliarnos. Ya os contaré.