Si los ríos y las montañas fueron desde siempre fronteras que condicionaron el desplazamiento y que sólo podían atravesarse mediante artificios en forma de puentes o túneles. La evolución humana nos ha provisto de otras dificultades a la hora de desplazarnos. Primero fueron las murallas, luego se sumaron las vías del ferrocarril a modo de ríos de hierro, pero gracias al desarrollo del automóvil y su potenciación desmesurada las barreras más infranqueables y menos permeables han acabado siendo los mismos caminos que se hicieron para comunicar unos núcleos de población con otros.
Las grandes avenidas, las rondas, las superrotondas, las autovías y las autopistas que han ido cosiendo nuestra geografía y que se han ido internando de forma implacable incluso en el centro de nuestras ciudades son, hoy en día, las mayores murallas que tienen que vadear todos aquellos que no han elegido el coche para desplazarse. Exiguos pasos y carriles laterales son las ratoneras y las escapatorias con las que cuentan los no automovilistas: pasadizos, pasareras, pasos de cebra y carrilitos.
Sin embargo, hay una barrera mucho mayor que dificulta mucho más la posibilidad de moverse por la ciudad en algo que no tenga un potente motor: la mentalidad dominante. El uso del coche se ha impuesto de tal manera a otras formas de moverse en las ciudades que, incluso no siendo el modo más utilizado, ha acabado dominando de tal manera la calle que se ha hecho incuestionable a los ojos del gran público.
Para ello se ha valido de todo un armamento propagandístico y de toda una parafernalia comercial que han acabado por seducir y convencer a la gente de que el coche representa el paradigma del desarrollo, del consumo, de la independencia, de la ubicuidad, de la posición social y de las ambiciones personales. Tanto es así, que no sólo no nos acabamos de creer que otra cosa sea posible sino que lo que no estamos dispuestos a conceder es que otra cosa sea mejor.
Y ahí estamos atrincherados en esta tesitura, enrocados en argumentos imposibles para tratar de justificar lo injustificable: que el uso del coche en la ciudad es imprescindible. Y eso se traduce en la práctica en que los tímidos intentos de habilitar facilidades para medios de transporte distintos de los automóviles acaban adoleciendo sistemáticamente de lo mismo: de pusilanimidad.
Así pues, no basta con coger una maza, una excavadora o una partida de explosivos y liarse a tumbar muros, sino hay que armarse de paciencia y de buenas maneras y tratar de sembrar el germen de una nueva lógica que se fundamente en que las ciudades son para las personas y no para los coches, desmontando los mitos en los que se cimienta toda la cultura del automóvil. Y luego actuar en consecuencia.
Fuerza a los que lo intentéis y a los que lo estáis intentando.