Porque
está claro que esto es una guerra declarada contra las bicicletas. Si no, no se
entiende toda la estrategia desplegada para anularlas. Esta guerra empezó hace
ya unas décadas en las que se fue fraguando el dominio de los automóviles en nuestras
calles, en perjuicio de todos los demás, niños sobre todo. Un dominio basado en el terror y que
ha dejado no pocas víctimas en el campo de batalla y demasiados daños
colaterales. El otro día se revelaba una de ellas, en un ranking de las ciudades
más contaminadas de nuestro entorno entre las que muchas que presumen de verdes ocupaban posiciones
cabeceras.
Después
de apenas cinco décadas de tiranía y de mezquindad en favor del automóvil, en los
últimos años se ha producido un preocupante renacimiento de la bicicleta que
tiene obsesionados a los señores del tráfico como una amenaza cierta a su
orden. Las bicicletas no son bienvenidas en nuestras ciudades porque molestan.
Molestan en un tráfico pesado, violento y organizado para que el coche y sólo
el coche funcione. Pero molestan mucho más cuando se refugian en las aceras y
zonas peatonales porque reproducen esa misma agresividad contra los indefensos
peatones (muchos de ellos previos automovilistas agresivos).
Así las
cosas, la táctica no se hizo esperar y los señores del tráfico decidieron recurrir a su argumento más eficaz: el miedo. Sembrando miedo entre la
población se puede culpabilizar a los ciclistas de su propia siniestralidad y
castigarles a protegerse como si sus lesiones fueran poco menos que autoinfringidas.
Soberbio.
Primero
las medidas fueron encaminadas a separar a las bicicletas del tráfico, de la
calzada, atrincherándolas en corredores donde, si no se la jugaban intentando
circular por ellas, lo hacían cuando se cruzaban con el tráfico motorizado o hacían peligrar a los caminantes porque se habían hecho a
base de pintar rayas en las aceras. Eso no tuvo el efecto disuasorio deseado
sino más bien el contrario y animó a mucha gente a montar en bicicleta de una
manera más o menos incosciente.
Visto
lo visto, los señores del tráfico, esos que no van a hacer nada por reducir el
uso del coche, han decidido penalizar a los ciclistas y obligarles a utilizar
casco para sus desplazamientos. Así, porque sí, porque los ciclistas, como los
automovilistas, como los peatones y como los que se caen en la bañera de su
casa sufren demasiados traumatismos craneoencefálicos, muchos de ellos fatales.
Qué empeño. Único país en Europa y uno de los pocos en todo el mundo.
Ante la
contestación social y la reacción de todos los estamentos a nivel europeo, lo
que iba a ser una ley universal, se ha quedado en un castigo sólo para los
menores, a los que, bajo la presunción de querer protegerlos, les obliga a
utilizar casco hasta los 16 años. Como si a partir de esa edad fueran inmunes o
como si la mayor parte de las víctimas, quitando las que se producen en periodo
vacacional, no fueran mayores de 25 o como si los más peligrosos no fueran esos
ciclistas noveles, mayores, inseguros e inconscientes... o como si a los ciclistas no les atropellaran coches. Por favor.
En fin,
seguiremos batallando en esta guerra cruel que penaliza a los débiles y protege
a los fuertes, que premia a los agresores y condena a las víctimas, que
prefiere no tener calles que dejar de desplazarse en coche. Eso pese a que
muchos ayuntamientos (entre los que se encuentran los de Sevilla, Barcelona, Vitoria, Zaragoza, Donostia o Pamplona, por ejemplo),
en ese proceso de discriminación legal, hayan aprobado por mayoría una
declaración contra la obligación del uso del casco, que ahora tratan de
olvidar. Somos ruines, somos miserables, somos cobardes, somos conservadores y
no dejaremos de serlo, aunque suframos las consecuencias en nuestras propias carnes.
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