Hoy el tema no es tanto profundizar sobre la mejora de la seguridad vial como tratar de entender por qué se utiliza el coche de manera compulsiva en nuestras ciudades y cómo ha afectado esto a la disponibilidad de espacio público en nuestras ciudades.
Hace muchos, muchos años... o quizá no tantos, la calle era de dominio público, no se podía disponer de ella para nada que no fuera transitar o para estar. No se podía abandonar ninguna propiedad en la calle. Pasó después que nos dejamos abducir por el automovilismo y hubo que cambiar la ley para permitir al todopoderoso coche llegar y estacionar donde quisiera. A eso lo llamamos aparcar. Y ahí empezó nuestra condena.
Cuando el automovilismo se masificó nos obligó a ceder el espacio público para sus necesidades y demandas: carriles exclusivos de circulación rápida y plazas de aparcamiento por todas partes. Y lo que hasta entonces era algo excepcional, se normalizó y lo raro, aunque difícil, se hizo posible. Y desplazarse en pesadas cajas metálicas blindadas con ruedas de puerta a puerta, algo absolutamene descabellado, se facilitó y se promovió de tal manera, que hoy en día nos parece natural.
Tanto es así que, cuando se nos acabó la superficie disponible, después de haber arrinconado a otras formas de desplazamiento urbano, empezamos a excavar las ciudades en busca de más sitios donde dejar nuestros coches. ¿Una locura? Sin duda. Pero cuando los locos son mayoría, los cuerdos no cuentan y, de hecho, no son bienvenidos. Y así fuimos horadando toda la ciudad y llenando de coches el subsuelo urbano. Casi nada.
Foto de aquí |
Eso y una fórmula magistral que, además de prometer disponibilidad de espacios en superficie, se convierte en fuente de ingresos además de crear puestos de trabajo: la zona de estacionamiento restringido (ZER). Magistral.
Y sin embargo, sigue sin funcionar. Los parkings no se completan, las ZER se llenan de vecinos y no ofrecen aparcamiento de rotación, además de generar tráfico inducido. Y donde debería de haberse conseguido descongestionar la circulación, se colapsa más. Y los viajes que se tenían que haber acortado, se eternizan. Y la contaminación aumenta, y la disposición de espacio público para los coches se incrementa, y el ruido y las incomodidades para peatones, ciclistas, vecinos, comerciantes y visitantes se hacen insoportables.
Aún así, y viendo cómo la cosa se empezaba a torcer, pusimos a devanarse los sesos a nuestros mejores lumbreras, que acabaron dando a luz una invención que de alguna manera suponía una renuncia, aunque realmente era sólo una formulación: el aparcamiento disuasorio. La cosa consitía en habilitar bolsas de aparcamiento alejadas de las zonas congestionadas y proporcionarles conexión vía transporte público. Nada, la gente siguió intentando el puerta a puerta en coche y sufriendo en silencio haciendo ruido, contaminando y ocupando el valioso espacio.
Y es que somos tan, tan obstinados y tan, tan contradictorios, que cuando se plantea la posibilidad de tratar de mejorar la situación para recuperar la ciudad para que sea más habitable, resulta que volvemos a contar con la oposición de los mismos que están sufriendo las penurias. Y así vecinos, comerciantes y, por supuesto, visitantes automovilistas se niegan rotundamente a cualquier proceso que trate de reducir el espacio coche para hacerlo espacio vivo.
Esta renuncia a la calle para ponerla al servicio del todopoderoso coche es lo que genera los mayores problemas, los mayores conflictos y los mayores peligros en la configuración de las calles. Hoy he tenido noticia del Informe del estado de la movilidad de la ciudad de Madrid, de 2010, que arroja datos en este sentido y una tendencia preocupante provocada por la crisis: cada vez hay más coches en la calle y menos en garajes. Igualmente preocupante es la noticia que llega desde Barcelona, según la cual la nueva política de movilidad para esta legislatura rebaja la presión sobre el coche y encarece el transporte público. Somos realmente geniales.
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