viernes, 30 de noviembre de 2012

La vida da muchas vueltas

Muchas. Más de las que muchas veces nos gustaría y en menos tiempo del que quisiéramos para hacernos a la idea. Es lo que tiene. Esa es precisamente la gracia.

¿Quién nos habría dicho hace tan sólo cien años que aquel maravilloso invento sólo al alcance de los más pudientes llamado automóvil se iba a imponer de una manera tan totalitaria con falsas promesas de libertad y nos iba a acabar haciendo la vida imposible? ¿Quién habría siquiera sospechado que aquellas locomotoras con ruedas y sin apenas pasajeros iban a representar tanto en nuestro universo inmediato como para cambiar la faz de nuestras ciudades y de la Tierra entera? ¿Quién de los que entonces conducian orgullosos sus bicicletas o paseaban tranquilamente y miraban pasar los carros tirados por caballerías era capaz de imaginar que esto se iba a acelerar tanto y que iba a llegar tan lejos?

La historia se ha acelerado de una manera tal que ha puesto en juego su propio devenir y nos ha atropellado a un par de generaciones, que hemos ido superando escenarios sobrevenidos con sorprendente alegría adaptativa, consumista, desarrollista y especulativa. Pero ha llegado un momento en que la cosa ha explotado. Afortunadamente, aunque nos cueste creerlo, porque seguimos queriendo aferrarnos a esa vorágine de la que nos hemos hecho dependientes, a esa huída hacia adelante a golpe de acelerador.


Resulta estremecedor observar cómo ha cambiado todo en apenas 50 años en los que países enteros, con sus ciudades y pueblos, han pasado de la vida primaria, rural y casi medieval a un nivel de desarrollo alucinante, abrumador, desorbitado. Nos han puesto la liebre en el morro, como si fuéramos podencos y nos hemos acostumbrado de tal manera a su olor que, ahora que nos la quieren quitar, necesitamos seguir su rastro como si fuera una droga, como una droga que es.

Y ahora, cuando más falta hace, nos da miedo mirar atrás para darnos cuenta de lo que hemos hecho y de lo que nos hemos llevado en el intento, y tratar de revalorizar esos instrumentos sencillos que hace tan sólo 50 años eran útiles e incluso prestigiosos y que hoy nos hemos encargado en denigrar por tratar de justificar lo injustificable: el uso del coche para todo.

La cosa es tan descabellada que hasta el gran promotor de la industria automovilística, la mítica compañía Ford, responsable precursora de este estallido global de la movilidad gracias a la invención del utilitario, va ahora y se destapa reconociendo su desacierto y tratando de colaborar en la reducción del número de automóviles en el planeta para garantizar su subsistencia. Acojonante.

Es hora de volver a mirar las cosas de una manera serena, tranquila, sin prisas. Merece la pena. Y darnos cuenta de los trenes que hemos perdido corriendo alocadamente por autopistas, de los paseos que no hemos disfrutado por ir apresuradamente a todas partes y empezar a darle la vuelta a toda esta inercia y recuperar la naturalidad, la cercanía, la confianza y el gusto por vivir. ¿Seremos capaces?

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