martes, 1 de noviembre de 2011

Ruralia se mueve... en coche

Durante los últimos años, el movimiento de la movilidad sostenible ha sacudido la mayoría de nuestras ciudades, alertando a los capitalinos sobre la inviabilidad de un estilo de vida invariablemente aferrado al coche. Aunque la sacudida no ha dado los frutos esperados y no ha levantado más polvo que unas cuantas actuaciones hechas más para la galería que para cambiar el estado de las cosas, es cierto que el discurso de la movilidad ha calado entre la ciudadanía y ya cualquiera habla del asunto con naturalidad, con desparpajo y hasta con acaloramiento. Está claro que el tema de la movilidad está presente en las ciudades, pero ¿qué está pasando en los pueblos?

Ruralia existe

La vida rural se ha ido convirtiendo en las últimas décadas en una manera marginal de habitar, no sólo porque cada vez se está metropolizando más nuestra sociedad y queda menos gente en nuestros pueblos que se están quedando despoblados a ritmo acelerado, sino porque cada vez se están quedando más aislados. Sólo se puede plantear la vida en un pueblo si se cuenta con un coche, o con varios. El transporte público ha ido desapareciendo, reduciéndo drásticamente su cobertura y su frecuencia, argumentando razones de inviabilidad económica, y han ido paulatinamente dejando sin servicio a la población rural.


En esta situación, las personas que viven en nuestros pueblos son totalmente dependientes de sus automóviles para desplazarse fuera de sus núcleos, lo que ha generado, después de unos pocos años, que acaben utilizando el coche también para sus desplazamientos interiores. Los jóvenes esperan ansiosamente la mayoría de edad para acceder al coche, como único medio de ganar autonomía e independencia.

Distancias ridículas, la mayoría de las veces inferiores a un kilómetro se realizan en coche. Se va a por el pan o al bar en coche. Hasta la puerta. Y luego se vuelve a casa. Hasta la puerta. Se lleva a los niños al colegio y después se va a la cafetería, distantes ambos de tu casa apenas unos cientos de metros, en coche. Hasta la puerta. Y eso requiere una disposición total del espacio públicos por y para los coches,y genera auténticos colapsos y problemas circulatorios, además de inseguridad y violencia vial, en poblaciones de apenas 1.000 habitantes emperrados en hacerlo todo a bordo de sus automóviles, sin renunciar a llegar hasta la puerta de sus distintos destinos.

Aceras invadidas o inexistentes, peligrosidad en las cuatro calles del pueblo, encontronazos, nervios, discusiones, ocupación del espacio, maniobras temerarias, choques, accidentes, víctimas... todo ocurre en espacios muchas veces inferiores a 2 kilómetros cuadrados. Nada que envidiar a lo que sucede en las grandes urbes, solo que en estos espacios el asunto reviste una especial gravedad y una incomparable ridiculez.


Plantear en estos escenarios la necesidad de prescindir del coche en este tipo de desplazamientos interiores es,  a pesar de parecer rotundamente lógico, una misión imposible. Al menos la experiencia así lo demuestra. Hace falta voluntad política para ello y hoy en día escasea, sobre todo si se trata de cercenar los derechos del todopoderoso coche. Nadie osa siquiera proponerlo porque tiene la certeza que va a tener al pueblo en contra, empezando, como siempre, por los comerciantes y los hosteleros, que en estas sociedades tan reducidas ostentan un poder demoledor.

¿Qué hacer? 

Las pocas propuestas que apuntan una cierta viabilidad pasan por plantear iniciativas civiles. Es decir, tratar de reunir a todos los agentes sociales alrededor de una mesa y plantear un Pacto de Movilidad y Accesibilidad para el pueblo, así con mayúsculas. Un documento que siente los principios de un acuerdo social para recuperar la habitabilidad del pueblo, que establezca prioridades y consensúe las reglas de convivencia y el necesario reconocimiento y protección de los más débiles en la cadena de la depredación circulatoria, marcando el objetivo de recuperar el espacio público para las personas.


Resulta igualmente útil contar con los más pequeños, con los niños, capaces de asumir nuevos retos y nuevas realidades sin los prejuicios de sus mayores, para que sean ellos los protagonistas de estos procesos, aprovechando la sobreprotección y la sobreatención de la que "gozan" hoy en día. Si somos capaces de que sean ellos los transmisores del mensaje de la circulación tranquila, de la recuperación de espacios para el juego, para la relación, de la ridiculez de muchos desplazamientos motorizados, que sean ellos los que propongan, bien aconsejados, el "hoy vamos andando" o el "por qué no cogemos las bicis", tendremos muchas más posibilidades de obtener algún éxito.

Hay que contar con estos pequeños tiranos, tan dispuestos a las propuestas innovadoras, diferentes, divertidas. Sin ellos y sin el consenso social, plantear actuaciones traumáticas suele resultar en confrontaciones gratuitas y en cacicadas inoportunas e incomprendidas.

El panorama no es halagüeño, las dificultades son grandes, pero el asunto bien merece un esfuerzo.

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