Estamos demasiado apegados a la propiedad. Nos han hecho así. Poseer lo es todo. Nos da seguridad, nos hace más reales, más tangibles. En nuestra miseria, vivimos ahogados por créditos que han echo estallar hasta a la banca. Un mercado ficticio de especulaciones aritméticas, geométricas, exponenciales que ha hecho "bluf" y que nos ha dejado mirando el espectáculo. Estupefactos. Aferrados a nuestras llaves. Las mismas que nos abrieron a un espacio en un mundo voraz, insaciable, ahora nos cierran las puertas de otro mundo posible. Tenemos que pagar el pato: la deuda.
Y lo peor no es ésto (siempre hay algo peor). Lo peor es que nadie quiere cambiar su parcela de propiedad y lanzarse al alquiler. Y no hablo de casas, que vergüenza nos tendría que dar tener una de las tasas más bajas de Europa de vivienda en régimen de alquiler cuando los paises más desarrollados en términos de bienestar social se enorgullecen de todo lo contrario.
Hablo de coches. Fórmulas como la del "car sharing" o coche de propiedad compartida es realmente complicado que cuajen en una sociedad que ha divinizado su posesión de manera enfermiza. Si ya es difícil plantear tan sólo la fórmula rebajada del coche compartido (o "car pooling") entre algo que no sean colegas de facultad o amigos del trabajo, pretender desposeer a la gente de su coche es algo así como pretender retirar las televisiones de los cuartos de estar de nuestras casas. Una locura. Estamos dispuestos a cualquier sacrificio con tal de conservar nuestra propiedad privada. Créditos, gastos de mantenimiento, seguros, cosques, subidas del combustible, atascos, tarifas de aparcamiento crecientes, peajes urbanos... lo que sea, pero con mi coche, y mi aparcamiento, y en mi casa.
Hay visos de que esto pueda cambiar, hay iniciativas interesantes como la del Eusko CarSharing o la propuesta del Ayuntamiento de Burgos de proponer plazas de aparcamiento compartidas, pero esto va para largo, para muy largo. Y va a ser difícil, muy difícil. Todavía preferimos vivir hipotecados hasta las cejas, aunque esto nos impida ver la luz.
Curiosamente lo que sí que ha tenido aceptación ha sido la bicicleta compartida, aquí más conocida como bicicleta pública porque, ya se sabe, como lo público no es mío, entonces es gratis. Pero me temo que ha sido más una corriente impulsada por su gratuidad y por la moda que ha creado en ciudades que pretenden ser modernas o que presumen de serlo, que algo más serio. Mientras sea un juguete divertido y gratuito, durará, aunque sea a costa de hipotecar muchos otros proyectos de mayor calado en relación con la promoción de la bicicleta en la sociedad. ¡Que no sea por hipotecar!
Lo último que nos queda por compartir es el espacio, pero la tendencia nos está enseñando que ni eso es deseable. Es preferible compartimentarlo, aunque sea en perjuicio de todos los usuarios de la calle, que entenderse. A tal extremo llega el absurdo en el que nos hemos metido. La cultura mediterránea, por definición abierta, comprensiva, sociable, también ha sucumbido a la ilusión de la privatización de todo.
En fin, yo me voy a comprar una burbuja de aire, que ando un poco ahogado estos días. Y creo que la voy a financiar a 50 años. No espero vivir más.
Para que los ciudadanos compartamos recursos deben existir estructuras que lo faciliten. Por ejemplo bicicletas públicas.
ResponderEliminarEn nuestra sociedad las estructuras sociales y económicas nos empujan hacia la propiedad. No hay más que fijarse en la vivienda. Hasta hace poco pagar un alquiler pensando en el largo plazo era una locura
Respecto a la bicicleta pública, al menos en ciudades de tamaño medio en las que las distancias son perfectamente ciclables, quiza la bicicleta sea por muchas razones un ejemplo de recurso cuya gestión es más fácil si cada ciudadano se responsabiliza de su vehículo.